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D E ordinario, todo emigrado siente primero la nostalgia y luego el recuerdo cariñoso de su país. Viejo ya, y pese a todo razonamiento, siento ahora la exaltación de ese sentimiento juvenil, y a ello principalmente obedece este deseo de ordenar recuerdos y memorias y de hacerlas salir a luz, bien o mal aderezadas.
Unas memorias pueden ser interesantes por dos motivos: o porque el que las escribe haya encarnado en su vida una situación o una época o porque sepa reflejar y describir con acierto e interés esa situación o esa época. El primer motivo de interés, el subjetivo, no existe aquí; mi vida ha sido una vida vulgar, y en cuanto al segundo u objetivo, creí siempre difícil que, tanto bueno como hay que decir de nuestro Bilbao de mi época, salga por mí bien definido y en forma amena e interesante.
Algunas veces me han hecho creer mis amigos que tengo dotes de narrador, memoria y oportunidad en el recuerdo. Pero llegó un segundo libro, y ese ya es para mí una deuda enorme, que no podré, es cierto, pagar bien, pero que deseo hacerlo, siquiera sea con mis escasas dotes, por el afecto. Me encontré con un bloque formidable enfrente, que la suavidad, a amabilidad, la dulzura y la cohesión de los guipuzcoanos para las buenas apariencias ante todo, me oponían.
Adolfo Urquijo lo oyó, sabía lo muy vizcaíno y bilbaíno que yo era, pero sintió la injusticia del cargo; y sabiendo que yo tenía, entre otras cosas, por mi madre, también sangre guipuzcoana, escribió todo un libro de genealogía por vindicarme. Dieciséis generaciones con sus partidas de bautismo, casamiento y defunciones.
Y resulté por ese lado muy guipuzcoano, de cepa vieja, a la par que muy vizcaíno también; de Bilbao, de Arratia y de Llodio y de Zumaya. Que es, como son todas las cosas de mi querido amigo, magnífica. Pido por ello perdón anticipado a quien lea y pueda creer que encierra petulancia o vanidad, con empeño de hablar de mí mismo.